Ni siquiera la feroz campaña de criminalización del 'escrache' puesta en marcha por el PP (y medios afines) ha conseguido que la mayoría social le retire su apoyo. La última encuesta de Metroscopia para "El País" refleja que un 78% de la población está de acuerdo con este mecanismo de denuncia, siempre que se realice de forma pacífica. Por su interés os acompaño el artículo que sobre este tema ha publicado en "El Periódico de Aragón" el profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza, Juan Manuel Aragüés.
Esta estafa o robo organizado a lo que algunos denominan crisis tiene
como una de sus consecuencias la ampliación de nuestro vocabulario con
nuevas palabras que intentan describir esta nueva realidad. Una de las
últimas en tomar protagonismo es la de escrache, que hace
referencia a las manifestaciones a las puertas de los domicilios o
empresas de los responsables de alguna de las facetas de la estafa que
estamos viviendo para señalarles como cómplices o responsables de la
misma. Políticos, banqueros, han sido objeto de esta nueva modalidad de
protesta, lo que ha provocado una amplia controversia en torno a los
límites de la movilización. ¿Es legítimo acudir a la puerta de un
domicilio particular a mostrar la repulsa frente a la actuación de
alguien? Mi opinión es que sí, por muy diversas razones.
DESDE
QUIENES denuncian esta actitud se argumenta que hay que distinguir
entre la vida pública y privada de las personas y que la crítica debe
hacerse en el marco de la actividad pública de estas personas. En
realidad, lo que se pretende desde esta argumentación es la
desactivación de toda crítica, pues la ciudadanía carece de
procedimientos para realizar una crítica directa de sus representantes
políticos. Los políticos gestores de esta estafa social se hallan
protegidos por el muro de contención de sus fuerzas de seguridad, a las
que utilizan para evitar, precisamente, que la ciudadanía pueda
acercárseles para expresar su malestar cuando están en el ejercicio de
sus responsabilidades públicas. Por otro lado, esta concepción
oficinesca de la acción política (podemos manifestarles nuestro malestar
de 9 a 14 y de 16 a 20 de lunes a viernes, parecen decirnos), quiere
establecer una barrera entre lo que hace el político en su
responsabilidad pública y su condición de persona privada, como si los
efectos de sus decisiones solo afectaran a la ciudadanía mientras los
políticos están en su puesto de trabajo. Lo cierto es que sus decisiones
nos afectan en todo momento y en todo lugar, pues las medidas que toman
sobre nuestros trabajos, o sobre nuestros derechos sanitarios o
educativos, tienen repercusión en todas las facetas de nuestra vida.
Pretender establecer una barrera estricta entre la acción pública y la
vida privada carece de sentido, pues esa barrera es permeable y la
traspasamos constantemente. Lo que se busca desde la criminalización de
la movilización es mantener la impunidad de quienes, desde la política,
condicionan a diario nuestras vidas.
Porque esa es otra
cuestión. Algunos sectores políticos, entendiendo por tales no solo
responsables políticos, sino medios de comunicación, se escandalizan
porque las protestas alcancen el ámbito de lo privado. Sin embargo, las
medidas de los gestores de esta tremenda estafa invaden cotidianamente
nuestro ámbito privado, condicionando nuestras vidas. Nos privan de
nuestro dinero (caso de las preferentes o de las pagas extraordinarias)
para dárselo, directa o indirectamente, a los responsables de la crisis,
los bancos, condicionan nuestra salud (caso del profesorado)
estableciendo medidas restrictivas en las bajas por enfermedad, o (caso
de los usuarios de la sanidad pública) queriendo convertirla en un
negocio que beneficie a sus allegados, ponen en riesgo la alimentación
de niños y niñas disminuyendo las becas de comedor, condenan a la
miseria a amplias capas de la población por aplicar una política
económica atenta exclusivamente al beneficio de los poderosos. Podríamos
seguir dando ejemplos de cómo los políticos neoliberales invaden, con
su acción pública, nuestra vida privada. Rajoy y sus cómplices
nos acompañan las 24 horas del día.
¿Límites del escrache?
Como los de todas las movilizaciones. No parece aceptable que se llame
asesino, en la puerta de su casa, en una manifestación, a quien no está a
favor de la dación en pago. Porque no es, evidentemente, un asesino.
Señalarle como cómplice de la monumental estafa que estamos viviendo es
suficiente. Como tampoco es aceptable que la delegada del gobierno en
Madrid, y los medios de la ultraderecha, comparen a Stop Desahucios con
el terrorismo etarra. Ya sabemos de la bajeza moral de Cristina
Cifuentes y de sus aledaños mediáticos, pero, aun así, sorprende el
exceso.
En fin, que esta política del lloriqueo en la que se
cobija el PP, con el apoyo de la inefable Rosa Díez, es de un
extremo cinismo. Los que están arrasando las vidas privadas de millones
de ciudadanos y ciudadanas reclaman respeto a su privacidad, los que
utilizan armas de destrucción masiva (de la educación, de la sanidad, de
las relaciones laborales, del pacto constitucional, de la democracia)
se indignan porque la gente se revuelve. Han declarado una guerra, pero
nos quieren sumisos. ¡Qué cara más dura!
Juan Manuel Aragüés Estragués es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.
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