¿Puede haber mejor respuesta desde la izquierda a la Conferencia Política del PSOE que este artículo de Alberto Garzón? Yo creo que no y por eso lo reproduzco a continuación, extraído de su columna Economía para pobres, ubicada en las páginas digitales del diario Público.
La tradición socialdemócrata suele defender, una vez abandonado el
objetivo del socialismo, que es posible vivir bajo un capitalismo de
rostro humano. Se acepta que el sistema económico capitalista tiene una
lógica interna que provoca que cada cierto tiempo se sucedan las crisis
económicas, pero a la vez se asegura que es posible evitar muchas de
ellas y desde luego responder ante todas salvaguardando los pilares
básicos de la economía y, sobre todo, los derechos conquistados por la
lucha obrera. En términos políticos eso significa apoyar la intervención
del Estado, regulando la economía a priori o con grandes desembolsos de
dinero a posteriori. Desde J. M. Keynes hasta H. Minsky, la tradición
teórica de la economía socialdemócrata ha tenido claro que era posible
alcanzar un equilibrio entre la lógica del capitalismo y la satisfacción
de las necesidades básicas de los seres humanos. En definitiva, la
tesis es que es posible domesticar al capitalismo salvaje.
Sin embargo, los partidos socialdemócratas actuales llevan años en
una deriva confusa. Convertidos a una suerte de socioliberalismo,
no hay partido político socialdemócrata que se atreva a día de hoy a
hacer suyos programas políticos como los de la socialdemocracia clásica
de O. Palme o F. Mitterrand de los años ochenta. La crisis del llamado
capitalismo dorado, o época dorada del capitalismo, se llevó por delante
el peso práctico con el que había contado la tradición socialdemócrata.
Lo que algunos sostenemos es que la socialdemocracia no puede sobrevivir
en un contexto socioeconómico donde se dan alguna de estas dos
condiciones: a) una arquitectura institucional que consolida un Estado
de economía financiarizada, y b) un modelo de crecimiento
económico dirigido por las exportaciones.
La tendencia hacia la desigualdad
Desde la década de los ochenta, y debido al contexto de aplicación de
las políticas neoliberales, uno de los efectos más llamativos en todas
las economías ha sido el incremento de la desigualdad medido a partir de
la distribución funcional. En concreto, la participación salarial en la
renta ha decrecido sistemáticamente en todas partes del mundo, con su
inverso en el crecimiento de la participación de los beneficios en la
renta. Este fenómeno no es de ninguna forma anecdótico, ya que tiene
severas implicaciones en la forma en la que operan las economías
capitalistas. De hecho, la economía política siempre se ha preocupado de
las cuestiones distributivas no por ánimo moralista sino porque afectan
a la dinámica de crecimiento económico y de crisis capitalista.
La razón fundamental está en que las rentas salariales son no sólo un
coste para las empresas, sino también la principal fuente de demanda.
Sin suficiente demanda, los empresarios no pueden vender su producción y
el sistema colapsa. Algo que el empresario estadounidense H. Ford supo
ver cuando en 1914 decidió incrementar los salarios a sus trabajadores
para facilitar que comprasen los propios productos que la empresa
fabricaba.
El llamado capitalismo dorado o de posguerra parte de esa premisa: un
pacto capital-trabajo en el que ambas partes colaboran cooperativamente
bajo un sistema win-win (donde todos ganan). Tal sistema sólo
puede funcionar en la medida que se produce un continuado incremento de
la productividad, lo que permite
a su vez que crezcan tanto los beneficios como los salarios. Sea
por el potencial de crecimiento (debido a la necesidad de reconstruir un
mundo destruido por la guerra) o sea por las nuevas capacidades
tecnológicas (estrechamente vinculadas a la industria militar), el
capitalismo de postguerra permitió un pacto capital-trabajo en las
sociedades capitalistas.
Este sistema, con todos sus rasgos internacionales (desde los
financieros hasta los geopolíticos), se vino abajo en torno a la década
de los ochenta. Algunas corrientes teóricas lo interpretan como
resultado del excesivo poder de los salarios, cuyo crecimiento provocó
el estrangulamiento de los beneficios y en consecuencia acabó con la
inversión y la creación de empleo. Otras corrientes lo achacan a
problemas derivados del agotamiento de las expectativas de inversión por
razones inherentes a la dinámica capitalista. Se acepte una versión u
otra, lo cierto es que el nuevo contexto institucional –las nuevas
reglas de juego– quedaron marcadas por una interpretación neoliberal de
la crisis. A saber, el problema residía presuntamente en el excesivo
intervencionismo del Estado en los mercados y en la fortaleza
negociadora de los sindicatos, razón por la cual la solución radicaba en
la reducción de ambos aspectos.
El aspecto laboral fue clave. La lucha encarnizada contra los
sindicatos, reduciendo su capacidad negociadora, junto con la propia
dinámica del sistema (que terciarizaba la economía, dejando en segundo
lugar las fuertes industrias con grandes masas de trabajadores afiliados
a sindicatos), llevó a un reparto cada vez más desigual de la tarta. El
pacto capital-trabajo se deshacía en pedazos. La experiencia del plan
Meidner, en la Suecia más socialdemócrata de toda la historia,
representó dramáticamente toda la época.
La ‘financiarización’ y las nuevas reglas de juego
Una reducción de las rentas salariales en todas partes del mundo
provoca un efecto contradictorio. En primera instancia las empresas ven
aumentado su margen de beneficio, ya que sus costes laborales se
reducen. Eso podría estimular la inversión, y es lo que predice la
teoría neoclásica dominante. Pero en segunda instancia, y al ser la
reducción de costes laborales un fenómeno generalizado, también se
reduce la demanda total y en consecuencia la rentabilidad de la
inversión. A una empresa puede convenirle que sus propios trabajadores
cobren menos (y así la empresa gana más) pero es imposible que le
convenga que los trabajadores del resto de empresas vean igualmente
mermados sus salarios (dado que son su fuente de mercado). La
contradicción central del capitalismo, la relación capital-trabajo.
El problema que emerge es que faltan fuentes de demanda, y que donde
antes había salarios que creaban mercado ahora no hay nada. Las
teorías económicas marxistas han situado al gasto militar y a los
mercados externos como posibles fuentes sustitutorias y complementarias
para este problema. La idea es que si no hay suficientes fuentes, hay
que crearlas. Una guerra, un plan de estímulo económico o una
colonización permiten ampliar los mercados. También las privatizaciones
son una forma de ampliar mercados para la esfera privada (ya que
desplazan a los ciudadanos desde lo público hacia lo privado). Las
teorías del imperialismo (desde J. A. Hobson hasta V. Lenin, pasando por
R. Luxemburgo), o la llamada acumulación por desposesión (de D. Harvey)
son resultado de esta interpretación. Y toda la base del keynesianismo
se encuentra igualmente aquí.
Ahora bien, en el contexto de la globalización neoliberal, donde se
han multiplicado los sujetos económicos que compiten al máximo nivel en
el mercado mundial (a diferencia de la época de postguerra), otra fuente
de demanda puede emerger también en las finanzas. Efectivamente, la
poca demanda existente en la economía real puede ser compensada con las
burbujas financieras. Gracias a unas nuevas reglas de juego, resulta
mucho más rentable invertir en los mercados financieros (deuda pública,
deuda privada, acciones, futuros…) que en la economía real (industria,
turismo…), todo lo cual estimula igualmente el crecimiento económico.
Con el riesgo, comprobado está, de la inestabilidad financiera asociada y
de la emergencia sistemática de crisis financieras derivadas de los
estallidos de las burbujas. La crisis de las puntocom, a
principios del siglo XXI, o la reciente de las hipotecas subprime
son buenos ejemplos de ello.
La financiarización, resultantemente, no requiere la
existencia de un pacto capital-trabajo. El capital encuentra
rentabilidad en sus propios espacios creados ad hoc, y no necesita de la
demanda salarial más que de forma indirecta. En este contexto, la
desigualdad está íntimamente asociada a la llamada financiarización
(predominio de las finanzas) y a la crisis.
El modelo de crecimiento económico dirigido por las exportaciones
Además, la financiarización de la economía mundial ha
permitido a muchas economías capitalistas esquivar la crisis que hubiera
provocado, en distinto contexto, la desigualdad creciente. Así,
economías como España, Grecia o Portugal han podido crecer
económicamente a ritmos elevados a pesar de mostrar cada vez
mayores desigualdades en la distribución funcional de la renta. La razón
está en que sus fuentes de demanda efectiva han sido virtuales, como
demuestra el creciente endeudamiento privado que ha permitido a la
burbuja inmobiliaria seguir manteniéndose hasta su pinchazo (y que ha
dejado tras éste un enorme reguero de deudas, en gran parte asumidas por
el Estado).
Así, el crédito ocultaba una realidad subyacente mucho más dramática a
la vez que permitía a la economía crecer a tasas suficientemente altas
como para crear un empleo (vinculado, en todo caso, a la propia burbuja
inmobiliaria y su dinámica). Surgida la crisis, el modelo estalla y el
proceso de crecimiento económico dirigido por el crédito se agota.
Desde entonces, la Troika y los gobiernos europeos están tratando de
recomponer al capitalismo a partir de otros fundamentos distintos, con
otro modelo de crecimiento económico. Estamos ante otro cambio histórico
similar al de los años ochenta, y basado en la agudización de lo que
entonces ocurrió. Otra vuelta de tuerca neoliberal.
En este caso la idea pasa por instaurar un modelo de crecimiento
económico dirigido por las exportaciones, es decir, donde éstas tengan
un papel primordial en el crecimiento económico. Para ello se requiere,
en primer lugar, que las exportaciones sean superiores a las
importaciones. Y, en segundo lugar, que se alcancen nichos de mercado
donde las empresas españolas sean altamente competitivas. El modelo de
referencia es el alemán.
Alemania comenzó desde inicios de siglo, y precisamente bajo gobierno
socialdemócrata, una política de corte neoliberal que logró modificar
el modelo de crecimiento económico hacia un modelo dirigido por las
exportaciones, a la par que agudizó la desigualdad interna (todo lo cual
ahogó la demanda interna).
En la medida que no todos los países pueden ser exportadores netos,
esto es, exportar más de lo que se importa, este modelo no puede ser
generalizable. Sólo algunos países, los que más ventaja llevan en el
desarrollo capitalista, pueden vencer. Se da lo que llamamos falacia
de la composición.
Pero en lo que a este artículo respecta hay una implicación política
mayor. En la medida que este modelo implica la búsqueda de fuentes de
demanda externas, entonces no es necesario reponer un pacto
capital-trabajo para mantener el crecimiento económico. Es más, de hecho
cualquier tipo de colaboración entre capital y trabajo es un obstáculo
para la consecución y mantenimiento de un modelo que requiere una lucha
competitiva en el límite, y fundamentalmente a partir de un incremento
constante en la explotación laboral –traducida en incrementos de la
jornada laboral, reducciones salariales y otros aspectos propios del
neoliberalismo… y del siglo XIX–.
El modelo que se busca, que a veces se etiqueta de neomercantilismo,
tiene sustraída la posibilidad de generalizarse y, en consecuencia,
aboca a muchas economías a la crisis permanente. Pero en aquellos países
donde puede triunfar, aunque sin convertirse ellos mismos en los
líderes de la manada, el modelo impone unas transformaciones sociales
profundas que, aun permitiendo al capitalismo sobrevivir, no es
compatible con los derechos laborales, civiles ni democráticos. Es
decir, no hay espacio para el capitalismo domesticado. No hay espacio
para la socialdemocracia.
Por estas razones, en este marco y en esta época histórica la
socialdemocracia no puede ser socialdemocracia sino, a lo sumo, socialiberalismo.
Esto es, una versión difuminada y orientada fuertemente a la derecha de
lo que fue el espejismo socialdemócrata de los años de posguerra. La
socialdemocracia, sencillamente, no puede volver. Está condenada a un
ejercicio de pragmatismo, al haber asumido las reglas impuestas, que la
llevará de facto hacia el neoliberalismo. Un frasco de izquierda para
contener el virus neoliberal. Lo único que puede volver (¡y con qué
fuerza!) es el capitalismo salvaje. O su freno racional, el socialismo.
Muy recomendable esta lectura. Es necesario insistir en estas cosas
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