En una entrada reciente de este blog ponderaba su aportación al estudio de Gramsci y en el momento actual tengo entre mis manos su ejemplar Marx (sin ismos), biografía intelectual del gigante de Tréveris. Su continuo activismo político y social, abierto a la reformulación de la utopía sobre los materiales que aportan los nuevos conocimientos, alejado de cualquier rigidez y dogmatismo, quedan para un análisis más detenido. Son muchos y muchas en el PSUC primero y en Izquierda Unida después, y en toda la izquierda anticapitalista en general, quienes estamos en profunda deuda con él.
Acompaño esta breve nota, con las palabras de despedida de su "jefe" académico, Josep Joan Moreso, Rector de la Universidad Pompeu Fabra, aludiendo al "optimismo de la voluntad":
El profesor Francisco Fernández Buey, catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universitat Pompeu Fabra, explicaba que ni Neus Porta, su mujer hasta su muerte hace poco más de un año, ni él habían tenido que visitar al médico hasta hace pocos años, cuando detectaron la enfermedad [cáncer] a Neus y, poco después, a él. Vivió esta etapa con la entereza que le caracterizaba para todas las cosas de la vida, haciendo planes, hablando de filosofía y de política con su hijo Eloi y con los amigos. El sábado Francisco Fernández Buey murió en Barcelona.
Su trayectoria durante los últimos 50 años constituye la mejor representación de la evolución de la Universidad española. Nacido en 1943 en Palencia, estudió Filosofía en Barcelona. De estudiante, con profesores como José María Valverde, Emilio Lledó o su querido maestro, Manuel Sacristán, ya tomó conciencia de la tremenda injusticia en que vivía instalada la vida pública en la España de los sesenta y fue uno de los estudiantes más relevantes de la oposición al franquismo. Fue uno de los líderes estudiantiles de la Capuchinada en 1966, cuando un nutrido grupo de universitarios, acompañados de prestigiosos profesores, intelectuales y periodistas, se reunió en el convento de los Capuchinos de Sarrià (Barcelona) para constituir clandestinamente el Sindicato Democrático de Estudiantes. Los que lo recuerdan de entonces ya hablan de su capacidad de razonar y de persuadir: hablaba siempre pausadamente, siempre sensible a las razones, conjurando más el acuerdo que el conflicto.
Por su actividad militante antifranquista fue expulsado de la UB y tuvo que sobrevivir de traducciones, voces para enciclopedias varias y todo tipo de contribuciones intelectuales a la lucha política contra la dictadura. Fue miembro, hasta 1978, del PSUC, donde fue compañero y amigo de tantas personas que después han ocupado lugares relevantes en la sociedad catalana. Está por escribir esta contribución del PSUC durante aquellos años. Después regresó a la Facultad de Económicas de la UB con Manuel Sacristán, pasó un tiempo en la Universidad de Valladolid, obtuvo la cátedra en la Universidad de Barcelona y a comienzos de los noventa fue llamado a la recién creada Universitat Pompeu Fabra por su rector, Enric Argullol, uno de los compañeros del PSUC, delegado de los estudiantes de Derecho en la Capuchinada. Durante casi 20 años estuvo impartiendo clases de Filosofía de la Ciencia, de Filosofía Moral, de Filosofía Política y de tantas cosas en la Facultad de Humanidades. Los estudiantes no le llamaban, como le llamábamos sus colegas, Paco, sino El Buey, una evocación involuntaria a un gran filósofo histórico, aunque lejano a las preocupaciones de Fernández Buey, igualmente convencido de la fuerza de las razones.
Cerca intelectual y personalmente de Manuel Sacristán, su formación fue, a la vez, una sólida formación en la filosofía de la ciencia y en la tradición marxista. Una forma muy sugerente de aunar la razón teórica con la razón práctica en una especie de razón comprometida. Por eso desde sus primeros escritos muestra una gran capacidad de combinar la atención a los pensadores mayores, en especial a los teóricos de la tradición marxista, con predilección hacia Antonio Gramsci, un autor que le acompañó desde el principio hasta el final y con el que todos tendíamos a identificarle, con la atención hacia los cambios que se producen en la sociedad, los movimientos sociales, de hecho dirigía una Cátedra Unesco en la UPF sobre los movimientos sociales. Por esta razón, se comprometió con el pacifismo, con el feminismo o con el ecologismo. Por ello, sus libros van desde Einstein y la epistemología hasta nuestra lucha contra la barbarie y la defensa de las utopías, entre Campanella y Gramsci.
En las relaciones personales, era de una enorme afabilidad, que hacía sentirse bien a los que le rodeaban. Transmitía el afecto de un modo entrañable. Era uno de los profesores más queridos en nuestra Universidad. Sin embargo, su voz crítica nunca dejaba de oírse en todos los foros. Con claridad y rotundidad, de un modo insobornable. De hecho, tenía una alergia natural a los cargos y a las funciones burocráticas. A comienzos de la década pasada fue nombrado, a propuesta del grupo parlamentario de IU, miembro del Consejo de Universidades; pero esas largas y plúmbeas sesiones en Madrid le aburrían y no asistía casi nunca, solo cuando se lo pedíamos para que defendiera alguna causa que consideraba merecedora de ser defendida.
En estos momentos en los que oímos a menudo a tantas personas vilipendiar la Universidad pública, su trayectoria muestra cómo pueden entrelazarse de la manera más conveniente la dedicación a la docencia con la dedicación a la investigación, la capacidad de los universitarios para tener una presencia pública que mejore nuestra sociedad, que alimente nuestra democracia procurando la calidad perdurable de nuestra deliberación. Su confianza en la fuerza de la razón era inagotable, tal vez porque, como su querido Gramsci, sumaba al pesimismo de la inteligencia el optimismo de la voluntad.
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