viernes, 23 de marzo de 2012

El mito de Cádiz

No deja de ser curioso que en la España actual a los festejos conmemorativos del bicentenario de la Constitución de Cádiz se sumen con entusiasmo nuestros más conspicuos y carpetovetónicos representantes de la caverna conservadora. Los que hoy se autodenominan "liberales" hubiesen aplaudido al Rey felón Fernando VII cuando decidió suprimir de un tajo el texto constitucional de 1812.


Tampoco es menos cierto que la evocación de la Constitución gaditana está llena hoy de ensoñaciones románticas y mitificadoras que quizá convenga matizar. Es verdad que Cádiz supuso una importante ruptura con elementos del Antiguo Régimen y que a partir de entonces puede empezar a hablarse en nuestro país de conceptos como separación de poderes, algunas libertades y el principio de representación.
Pero tampoco podemos omitir que España no vivió un proceso revolucionario popular, no tuvo su Bastilla, ni los reyes fueron decapitados. Antes al contrario, la propia Constitución de 1812 mantiene al Rey como colegislador junto con las Cortes (tiene derecho de veto suspensivo), a él le corresponde la potestad de hacer ejecutar las leyes, nombrando y separando libremente a los Secretarios de Estado y del Despacho.
En Cádiz se mantiene la esclavitud, la mujer continúa siendo invisible desde el punto de vista político y la religión católica no sólo es oficial, sino obligatoria.
Art. 12. La Religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohibe el exercicio de qualquiera otra.
 Las unidades básicas electorales son las juntas de parroquia, presididas por el jefe político o alcalde, asistido del cura párroco. Estas juntas son las que deciden sobre quién tiene derecho al sufragio y acaban sus deliberaciones entonando un Te Deum.
En momentos de exaltación como los actuales conviene efectuar un ejercicio de ponderación, resaltar lo que sirvió para hacer avanzar la historia en un sentido de progreso, y despreciar los regustos a un pasado que no termina nunca de extinguirse.


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